Esbozo de un relato sobre la lucha del pueblo nicaragüense



       América Latina es un continente en revolución. Revolución sorda, subterránea, con estallidos disímiles en su forma, pero siempre idénticos en su fin: pobre gente muerta por las policías bravas o las guardias sanguinarias. Obreros con los brazos en cruz sobre el asfalto, muchachos con la escopeta aferrada, sobre el colchón de hojas de la selva. Pero siempre muertos.

       Esa monotonía fúnebre hace inspirar respeto hasta por las más descabelladas intentonas.

Pero hubo una excepción. Hubo un intento en donde 112 “guerrilleros”, perfectamente armados, se alzaron contra una dictadura sangrienta para sumirse en el ridículo y permitir a los tiranos ser admirados por su “magnanimidad” para con los “prisioneros” y ser declarados conductores de una “democracia limitada y progresista”.

Eso pasó en Nicaragua a principios de 1959.

Después del week end de los señoritos metidos a libertadores, muchos intentos de rebelión se perdieron en las fronteras del país de Sandino. Por eso, cuando se me propuso hacer este reportaje vacilé. ¿A quién tendría que entrevistar? Acaso, cuando llegase a la zona en donde decían operaban los guerrilleros, no me encontraría como en oportunidades anteriores, con los guías de los propios hermanitos Somoza ofreciéndome su ayuda para visitar la región, como ocurrió con la estúpida excursión de Pedro Joaquín Chamorro?

Decidí esperar. Después de todo, nadie sabía a ciencia cierta si realmente esos famosos guerrilleros existían. Pero pasados dos meses, la evidencia de que “ahora sí”, me movió a buscar contactos.

Había que ver qué pasaba con el ya nombrado comandante Alejandro Martínez.

En Honduras, o Costa Rica, o cualquier parte de Centroamérica, hay gente que dice tener que ver con los guerrilleros de Nicaragua. Pero yo no quería toparme con ningún Chester Lacayo u otro lacayo cualquiera.

Un joven periodista hondureño, al que había conocido en Caracas un par de años antes, me puso en la buena senda. Bastaba abrir un poco los ojos para ver una columna de gente moviéndose por la estrecha franja que une sur y Norteamérica, trabajando para “lo de la Segovia”, el escenario en donde Sandino jugó su inolvidable epopeya.

Había que hundir un poco la uña, para resquebrajar el barniz de “la democracia limitada” de los hijos de Somoza.

Mi viaje a Managua fue decidido en pocos días. Había leído algo sobre los reportajes que se hicieron en la Sierra Maestra durante la Revolución Cubana y me imaginé que vería cosas similares a las narradas por los cronistas.

Efectivamente.

Contactos sigilosos, cambios de casas, familias de las casas, familias de las más distintas posiciones guardándome uno o dos días, hasta que llegó la fecha del viaje.

La dueña de casa, una señora excesivamente callada y que no se por qué imaginé que no me tenía mucha simpatía, me indicó que esa noche emprendería camino al noroeste.

Quise pedirle algunos datos, pero su actitud no me lo permitió. Recién cuando llegó su hijo, “mi contacto”, cerca de las ocho de la noche, me enteré que no tenía que llevar ni cámara fotográfica ni grabadora.

-      Allá arriba tienen de todo, no se preocupe.

Cuando se abrió la puerta de la calle para que saliésemos, me  sentí libre. Por fin había dejado atrás a la hermética compañera.

La noche parecía más caliente que nunca y la gente más indiferente que de costumbre. Caminamos unos pasos y mi acompañante me indicó que ascendiese a un automóvil con chapa oficial. Sentí que mis músculos se agarrotaban. Ya me veía visitando la Loma de Tiscapa, donde residen los Somoza con su prole y sus decenas de guardias. Sabía también que aparte de ello había otras fieras, leones, que cumplen no muy espaciadamente, la función de verdugos.

-      Entre…- me dijo sin impaciencia.

De cualquier modo, no podía hacer nada, así que entré en el auto.

Experimentaba un miedo que me cerraba la garganta. No tanto por lo que me pudieran hacer los “demócratas limitados” –al decir de un tal Roy Rubbotten- sino por lo que me pudieran hacer. Por terror al ridículo. El calor que sentía era muy distinto al del clima de Managua.

       El auto dio unas vueltas hasta salir de la ciudad y se detuvo a unos veinte metros de otro. Mi acompañante me invitó a descender y se despidió de mí.

       -Bueno ahora tiene que ir en aquel auto que está adelante. Buena suerte. Saludos a Alejandro.

       No recuerdo qué le dije y fui hasta el coche estacionado adelante. Un mulato sonriente me estrechó la mano.

       -Así que es usted…el periodista…Está bien. Al principio no queríamos propaganda. Ya hubo varias de esas expediciones que sólo peleaban en los comunicados de los políticos que mandaban a los muchachos a que los maten…Pero ahora sí. Es necesario que la gente se entere que en Nicaragua se está peleando…Que los nicas no aguantamos tranquilos la dictadura…

       Siguió hablando sin parar, como consigo mismo. Durante toda la noche nadie nos detuvo, pese a pasar por varios pueblos, delante de las estaciones de la guardia.

       Nos detuvimos ya entrada la mañana en una casa bastante pobre. El sol hacía que todo quemase.

       -Hasta aquí, compañero- me dijo el mulato.
      
       Y emprendió solo el regreso.

       Una pareja de ancianos campesinos, los dos de cuero marrón bien reseco, me atendieron como a un chico.

       -Descanse…descanse hasta que llegue el “chano” que lo va a acompañar.

       Me prepararon comida –que apenas probé- y me tiré a reposar en una pieza fresca, con olor a los viejitos de cuero.

       Cuando desperté, la anciana estaba preparando mi ropa “de campaña”: pantalón azul, camisa de tela gruesa, medias de lana y un par de botas usadas y grandes. El sombrero de palma no me entraba bien en la cabeza.

       Me vestí y salí. Ya está ahí mi guía.