La revolución perdida

Grabado / Gladys Muñoz

            Mis queridos amigos:

Nunca he sido, aparentemente, un hombre reservado. Durante nuestras largas charlas, era yo el encargado de quebrar los silencios y mi constante preocupación, fue organizar reuniones entre nosotros.
        
         Escucharlos constituía mi deleite y reconocía sin envidia vuestra superioridad intelectual. Es más, hasta llegué a gozar por sentirme inferior.

         Esta ubicación de severo auto-crítico me hizo saber modestamente, que era un buen hombre. El reconocerme feo e ignorante me reconfortaba, porque creía que solamente los hombres buenos son capaces de juzgarse a si mismos. Por supuesto que no con absoluta imparcialidad. Eso es imposible. Pero si con un poco más de justicia que el resto de sus congéneres.

         Vuestra amistad, el contacto con quienes sabía mucho más ilustrados que yo, me había ido purificando hasta convertirme en un contemplativo de mi misma miseria y un alegre resignado por el triste papel que Dios me deparó en la tierra.
        
         ¡Cómo los admiraba!

         Un solo concepto, una sola palabra de alguno de vosotros, bastaba para disminuirme aún más y por lo tanto enriquecer mi interior ara del sufrimiento.
        
         ¡Oh! los días y las noches dichosas en que bebía de vuestros labios las verdades claras y valientes, que estallaban en mi mente torpe iluminando mi entendimiento y al mismo tiempo sobrecogiéndome de terror.

         Ustedes tenían razón. La vuestra era la fórmula infalible. Revolución. Revolución. Revolución en el gobierno. Revolución en el arte. Revolución en la religión. Revolución en la gastronomía.  Revolución en las revoluciones.

          Todo nuevo, puro, valiente.

         Mi admiración crecía día a día, instante a instante, junto con mi miedo. Miedo de que llegase el momento ansiado y yo no supiese responder a vuestra amistad. A vuestras verdades. Miedo de que en el momento de empuñar las armas mis tripas se aflojasen, mientras ustedes despreciándome, afrontasen las balas. Miedo de que el ceño fruncido del rival bastase para hacer temblar mi puño hecho masa.

         Vuestra hombría, vuestra valentía, vuestro saber sin límites tan enormemente superior a cuanto pudiera haber concebido para mi mismo en mis ensoñaciones infantiles, lejos de hacerme consumir de envidia, me llenaban de loca alegría. Porque yo resultaba ganancioso.

         Me hacían sentir una miserable criatura. Y por lo tanto comprendía que Dios cuidaría de mí y me conduciría sin peligros hasta ese final oscuro que siempre anhelé, segura antesala de Su gloria.

         Que lejos estaban de mí a vuestro lado, los pecados comunes en los hombres normales.

         Jamás tuve una visión lujuriosa. Mi cuerpo era demasiado enclenque y mi cara por demás estúpida como para pensar en atraer a una mujer.

         Jamás experimenté soberbia. Mis palabras eran torpes, mi pensamiento lerdo y mi admiración hacia vosotros inmensa.

         Nunca fui avaro. Comprendía que mi vida era tan miserable, que ninguna riqueza lograría elevarla.

         Por todo eso, haciendo un examen de conciencia objetivo y lo más humanamente severo posible, creía transitar humildemente por la senda del bien.

         Pero de pronto, todo se trastocó.
         Llegó ese día. “El día” como todos ustedes lo llamaban. Vuestras palabras se elevaron hasta los gritos. Los ojos muy abiertos querían adivinar enemigos. Los puños reclamaban a la injusticia para destrozarla.

         Llegó por fin el día en que mi miedo me iba a exponer a vuestra última burla redentora.

         Y los vi marchar, agazapado, pegado a las paredes, hacia la ansiada revolución.
        
         Las sirenas de los coches policiales me paralizaron. Estallaron las balas. La gente corrió despavorida. Y yo surgí de pronto, en medio del tumulto, con una granada en una mano y una pistola en la otra. Y repetí con un vozarrón extraño vuestras exaltadas y valientes doctrinas.
De golpe me convertí en una máquina demoledora.

Cuando todos, todos habían huido, solamente yo quedé en medio de la calle, insultando y pidiendo lucha. Y al terminárseme las balas, arrojé la granada con odio y orgullo a la vez.

Entre el humo y la sangre se arrojaron sobre mí y me apresaron, mientras yo pateaba y mordía con desesperación.

Centenares de personas me vieron pasar, esposado y en medio de una multitud de uniformes oscuros.

Mañana seré fusilado.

         Pero no crean, mis queridos amigos, que les reprocho vuestra cobardía, vuestro espanto ante las balas. No les grito traidores porque abandonaron sus ideales y su valentía empapados en la sangre de quienes creyeron en ellos. No.

         Les llamo traidores con todo mi odio porque me han condenado eternamente. Porque me han hecho conocer el orgullo de mi valentía. Y la incontenible soberbia de saberme tan héroe como soy.

         Por eso les llamo traidores. Traidores, si, y malditos. La ira convulsiona mi cuerpo y mis dedos crispados ya no pueden continuar describiendo mi desprecio y desesperación. Desesperación de saberme tan infinitamente superior a vosotros que he perdido por ello el cielo y mi miseria.

         Cuando dentro de algunos instantes llegue el confesor, no podré llorar y decir “y propongo firmemente no pecar más”, porque hasta el último aliento exhalará mi orgullo.

Ya no podré ser la cosa miserable conducida hacia la gloria, porque me siento el grande hombre, el héroe, el valiente, el que odia y el que desprecia.

         Como podré hacer, por más que los perdone una y mil veces, para cerrar mi cerebro a la razón y sentirme tan cobarde como ustedes.

         Malditos. Vean lo que han hecho de mí con su traición. Un ser cargado de pecado que se resiste a la redención. Han hecho un hombre. Un hombre, cuando para salvarme no necesitaba ser nada.