(Sin título)


Grabado / Luis Morado
Llegó la noche de matar al asesino.

Hay que hacerlo estallar en pedazos. Meses y semanas y después días y por fin llegó la noche.

El asesino fue al lugar esperado y está obligado a pasar por el sitio elegido. Ahora sólo faltan quizás minutos. Y todo depende de su brazo.

Ensayó el tiro cien veces; mil. No podía errar, pensó hasta hoy mismo. Pero ahora era distinto. Dudaba. El brazo le parecía un ser independiente que en el momento preciso se le iba a escapar volando o se le iba a caer, fláccido, sin ganas de obedecer la orden de encogerse y luego lanzarse en línea recta hacia delante. ¿Y si el brazo obedecía, pero los dedos no? ¿Si se negaban engarrotados a dejar escapar la granada?

Faltaban pocos minutos para las cuatro. El asesino tendría que salir. Primero pasarían las dos máquinas de la escolta y tercero doblaría la esquina, la de él.

La granada tendría que pegar dentro, en la parte de atrás. Y el asesino estallaría una fracción de segundo después.

¿Por qué no sale el asesino? ¿Querrá esperar a que salga el sol?

La noche es larga, asesino. Todavía falta tiempo para que salga el sol. Pero no lo esperes, no lo esperes. Es terrible estar borracho y sentir la leche pegajosa de la madrugada en la cara. Te vas a ver pálido. Y vas a ver pálidos a tus guardaespaldas. Y a tu querida.

Serán todos pálidos, verdosos, como los cadáveres de los muchachos y muchachas que despachaste. Será horrible, asesino. No esperes el alba. Alba es una palabra pura, asesino. No te va a gustar. ¿Por qué no sales antes del alba, asesino?

Los tres compañeros apostados en las esquinas se irán colocando el periódico debajo del brazo a medida que vaya dando vueltas por cada una de ellas el auto del asesino. Y el brazo se preparará cuando Torres lo haga.

Segundos después pasarán las máquinas. ¿Pero será fácil ver a Torres? Ahora lo distinguía bien, oculto en la entrada de la tienda. ¿Pero lo vería luego, en el momento preciso?

Tenía las manos sudadas. La derecha firmemente apretada a la piña de hierro. Los ojos doloridos por querer abrirse más para fijar mejor la imagen de Torres. Pero veía las máquinas doblando, el solar yermo de atrás, por donde debía huir; las sábanas calientes y revueltas de la cama que había dejado hacía ya dos noches; el saco del padre, colgado de una silla indiferente al verlo partir.

Tan indiferente como su padre mismo. Tan frío como los espejuelos montados en oro que su padre, siempre, desde el fondo de los años, tenía colgados de la  larga  nariz.  Una  larga  nariz que se movía de  aquí para allá, siempre negando, como un ventilador, ¿los ladrones? La larga nariz decía que no cada vez que se le hablaba de política.¿ Se podía terminar con el hambre del pueblo? La nariz larga decía que no. ¿Los campesinos, podrían tener tierra? La nariz larga decía que no.

¿Por qué nariz larga… por qué? Y debajo de la nariz larga que no dejaba de decir que no, los labios finitos se movían para decir suficientes: Porque todo eso lo manejan los yanquis, y contra los yanquis no hay quien pueda.

Además, Cuba vive de los yanquis y sin los yanquis no hay Cuba.

Y los labios se cerraban detrás de las palabras del sabio magíster de los anteojos de oro.
¿Por qué papá, eres así? Y si es así, ¿por qué eres mi papá?

¿Torres se movió? Sí, Torres se movió, se metió un poco más adentro. Todas las visiones desaparecieron. Torres había girado rápidamente la cara hacia él y luego trató de esconderse más. Se colocó el periódico bajo el brazo. Y vienen.

Vas a morir asesino. Te va a matar Ricardo, el hijo de la amaestrada nariz de espejuelos de oro, que a ti siempre te dirá que sí y a él siempre le dirá que no.

Las máquinas a toda velocidad por la calle en que él se encontraba. Una. Dos. Y la tercera es la del asesino. Vienen dos más atrás, pero la tercera es la de él.

Ya.  El estruendo le golpeó la nuca cuando ya había recorrido más de veinte metros por entre los matorrales del solar yermo. Después los chirridos de los frenos, y los gritos entre las ráfagas de ametralladoras.

¿A quién cuernos le tiraban? A él no. Sobre su cabeza no silbaban las balas. ¿O sí?, están tirando sobre él y sobre todo el país. Pensó en Torres y en los otros dos compañeros. ¿Habrán sido descubiertos? ¿Estarán vivos? Había corrido cientos de metros y sentía punzadas en los pulmones y en la nuca. Pero ya no escuchaban los disparos cuando se dejó caer a la orilla del mar, debajo de una roca que las olas de cientos de años ahuecaron para que en ese instante le sirviera de refugio, tardó varios minutos en poder pensar. Y por primera vez cayeron de su cerebro los ruidos de las ametralladoras, las caras de sus compañeros, los pozos de sombra en los que se fue escondiendo, para surgir despabilante, la escena del atentado: ¿Habría muerto el asesino? ¿Habré matado al asesino?

Estaba cansado. Cansadísimo. Los dedos de la mano derecha todavía parecían aprisionar la piña de hierro. El codo transmitía la sensación de que había sido doblado al fuego vivo, como una barra de acero, y luego vuelto a enderezar.

¿Habré matado al asesino?

Fue como el lanzamiento de una bola en un juego de béisbol. Como un juego. Como una película de aventuras. Las  balas sonaban como si no tuviesen intención de matar. El estallido de la granada pareció la señal para la iniciación de los fuegos artificiales en la casa del conde un día de nochebuena. El conde se parece al padre, hasta en sus espejuelos de oro; en su actitud suficiente. El conde todo lo sabe y hasta podría considerárselo digno. Si no fuera que el conde teme al rey. Se posterna ante él. Y el rey es un cerdo, con la cara del asesino, ¿Por qué los padres hacen pasar a sus hijos la vergüenza de verlos con el espinazo doblado?

Con cuidado se quitó los pantalones negros y la camisa azul. Debajo llevaba pantalones marrones y una camisa blanca a la que no había llegado el polvo de los matojos.

Enterró las prendas que se había sacado en la arena y salió de su cueva con preocupación.

Qué hermosa es el alba en Cuba. Fresca, incitante.

Una bruma celeste confunde la tierra y el mar y parece querer invitarnos a caminar por sus costas o por sus caminos bordados de palmas; a subir a las lomas que exhalan el rocío de la noche como si soplaran las nubes hacia arriba.

¿Habré matado al asesino? Hoy es nochebuena. Algunos comerán lechón, otros no comerán nada.