Grabado / Marcelo Aguilar |
En mi vida cometí un solo error: pasar una noche fresco. Porque esa noche me enamoré. Y cómo… En mis borracheras continuas había encontrado cientos de confidentes enamorados. Y siempre me parecieron los líos de amor de los más engorrosos y molestos. Eso sí, a veces sentía curiosidad por saber qué tal me vería yo en esos aprietos. Pero nunca creía que algún día estuviese tan fresco o tan irremediablemente borracho como para llegar a enamorarme.
Qué triste. Qué desdichada. Qué trágica la pasión del enamorado. Pero del verdadero enamorado. El que tiene que dar todo. Sacrificar todo. Renunciar continuamente a todo. Vaciarse de cuanto sea propio para dar cabida a su pasión.
Me enamoré locamente.
E inmediatamente el mundo se dio a la tarea de regenerarme.
Me entregué dócilmente. Cualquier cosa la aceptaba en nombre de ella.
No volví a tomar una copa. Aunque me devorase la sed y tuviese que romper hasta las botellas de colonia de mi botiquín para no bebérmelas.
Que extraordinario esfuerzo. Que tormento terrible abandonar mi apacible y sencilla vida de borracho para sumergirme en la vorágine de responsabilidades del amor.
Por fin llegó el día del casamiento. Creo que hasta mis sirvientes, al verme vestido de “smoking” perfectamente sobrio y perpendicular se sintieron orgullosos de “su obra”.
Su obra era yo, sin alcohol. Me sentía mareado y confuso. La ceremonia de la iglesia con su pompa, las felicitaciones de los amigos y sobre todo la encantadora y subyugante hermosura de mi novia me hicieron sentir casi dichoso. Otro hombre. Pero no completamente seguro dentro de él. Ah. Qué feliz era mi viejo borracho.
Temía algo. Algo que tendría que suceder a los pocos minutos. Temía el inevitable brindis. Ya presentía el horror que me causarían las burbujas del champaña haciéndome invitadoras cosquillas en la nariz.
Cuando llegó el momento, entre gritos y aplausos choqué la copa, cerré los ojos y bebí.
Qué tranquilidad.
Nada. No había pasado nada. Casi me asombré al sentir el sabor del champaña. Como siempre, amargo, suave, pero nada más. Después de bailar el clásico vals de apertura, volví a beber otra copa. Ya no le tenía miedo a la bebida. Sabía dominarme.
Fue a la cuarta copa, cuando noté las miradas de la gente. Claro. Desconfiaban. Creían que iba a volver a las andadas. Mi esposa se acercó y disimuladamente trató de alejarme del bar.
¿Por qué? ¿No tenía fe en mi? Me resistí a dejar el lugar y pedir otra copa. Y otra. Después, para demostrar que estaba sobrio, crucé el salón.
Magnífico. Ni una nube a la vista.
Todos mis pasos llegaban al piso con la misma fuerza. Pero me dolía la cabeza. Hacía tanto que no bebía. Cuando mi esposa vio que me introducía en la biblioteca, me obsequió una sonrisa. Allí estaría a salvo.
- En un minuto estoy contigo -alcanzó a decirme.
La biblioteca estaba en la penumbra. Un ligero reflejo se colaba por la ventana que daba al jardín y junto con los rayos tenues se deslizaban por entre los cortinados las risas de los invitados. Me senté en un sillón y dejé caer los brazos a los costados. Mi mano derecha tocó algo frío. Miré. Con horror descubrí un balde con hielo y una botella de whisky.
Qué tortura tremenda.
Tenía miedo. Era mentira que había vencido mi terror anterior. Sentía pánico de no poder resistir. Estuve mirando largo rato al techo.
¿Y si sólo era eso? ¿Pánico? ¿Y si resultaba como con el champaña?
Bebería, es claro. Una copa para quitarme el malestar. Para devolverme la fe. Busqué una copa, pero no había ninguna. Acerqué la botella a mis labios y eché un chorro en la garganta.
- Ah… Por qué temer. No siento mas deseos. Me duele la cabeza- me decía a mi mismo complacido.
Pero de pronto mis dedos se aferraron a la botella. No podía soltarla.
-¡No tomes un trago más! Ni uno más- gritaba desesperada.
Sólo pude dejar la botella cuando las últimas gotas de whisky cayeron sobre mi camisa. Quise pararme. No pude. Levanté los ojos. Y allí estaba ella.
Pálida. Desencajada. Con el ramo de azahares estrujado entre las manos, estaba mi esposa. Quiso llorar. Abrazarme. Por qué no lo habrá hecho. Quizá podría haberme salvado aún.
Pero no lo hizo. Su vergüenza se impuso a su amor. Se mantuvo firme. De pie. Reprochándome mi promesa incumplida de no beber nada más que agua. Agua solamente y nada más que agua.
Caminé cientos de cuadras repitiendo siempre lo mismo. AGUA. Siempre agua. Mucho agua. Mares, ríos de agua.
Hasta que se me ocurrió una idea genial. Mi reivindicación total. Tomé un taxi y me hice traer hasta el río. Me beberé toda el agua. Toda. Hasta que me salga por las orejas. Por la nariz.