El capitán linyera

Grabado / Osvaldo Jalil


   Casas pobres que siempre fueron viejas. Barrio de antigua historia, confundida con leyenda. Y ribera mojada por agua negra. En donde van a refugiarse los barcos y las ratas. Y también los hombres.  Que, como los barcos y las ratas, no se sabe de dónde vinieron. 
La Boca.  Los pescadores genoveses la “descubrieron” como lugar propicio a sus actividades. Y a sus recuerdos.
Barriada de gente buena. Y en el 1910, barriada de compadritos, que encontraron al corte quebrado del tango, en el codazo confianzudo que el Riachuelo le da a la Ribera, en la Vuelta de Rocha.
Muchos años han pasado desde su “descubrimiento”.  Y muchos acontecimientos lograron cortar las columnas de humo de las pipas de los tanos y de las chimeneas de los barcos.
Cada barcaza que ya no lo es, que descansa semi hundida en el barro de algún brazo del Riachuelo, tiene su historia. Algunas veces, ingentes, simples, que hablan de capitanes fantasmas, o del ánima de viejos y feroces marinos. Otras, negras. Tristes. Verídicas. Que aún se conservan de duelo. Con el sempiterno luto que les da el Riachuelo.  Como ésta: noche neblinosa del mes de agosto. Aullidos profundos de cien sirenas. Remolcadores panzones y pequeños, llevando de la mano al gigante carguero que teme introducirse en la Boca, en medio de esas tinieblas.
Nadie podrá hacerse a la mar. Ninguna maniobra será posible. Los marinos que tripulan ese largo collar de acero de mil banderas que aprieta las aguas espesas y negras del Riachuelo, esperan al sol en los bodegones, tratando de seguir con su silbido, el tango desafinado que tocan dos italianos con viola y acordeón.
Solamente en una mesa los rostros de los hombres están serios. Los cinco hermanos Trignant, flamantes dueños de la “Carolina”. Discuten con un comisionista marítimo el traslado de una carga para Rosario.  Tiene que salir esa misma noche. Se habla de muchos peligros. Y de muchos billetes.  Solamente se muestra contrario a efectuarlo Juan. El mayor de los hermanos y capitán de la barca.  Por fin se decide. Y accede a que descarguen la mercadería en el fondo de la “Carolina”.
En dos horas está realizada la operación. Los hombres vuelven al boliche. Unas copas cierran el trato. Los franceses, como les llaman todos se disponen a partir.
       La confusión fatal.  La pequeña lancha timoneada por Juan, avanzaba lentamente como tratando de encontrar entre las sobras una luz indicadora.
Durante los primeros treinta minutos, parecía que estaban en el mismo sitio. Pero nada más que con el olfato adivinaron que se hallaban próximos a salir al Plata.  Los cinco hermanos trataban de divisar la boya indicadora que días antes colocaron en el lugar en donde se había hundido una chata. Sabían que una vez sorteado el escollo, virarían a la derecha y ya podían imprimir velocidad a la Carolina, puesto que habrían salido río afuera.
Las pequeñas olas golpeaban los flancos de madera de la embarcación, con suaves chasquidos.  De pronto René, el más joven, apenas tenía 17 años, gritó hacia el timón.
-¡Allí! ¡La boya nueva! Ya estamos saliendo.
Juan no vaciló. Con una vuelta de rueda, la Carolina viró hacia la derecha. Imprimió velocidad.  Fue como si un torpedo hubiese hecho blanco en el flanco de la nave. En medio de la espesa niebla, los gritos desesperados de los cinco hermanos coronaron el estrépito del choque. La “Carolina” dejaba la superficie rápidamente. La excesiva carga que llevaba completó la acción del río.
Juan quiso avanzar, con el agua hasta el pecho en un extremo esfuerzo por llegar hasta la proa, en donde había escuchado a sus hermanos por última vez.  Pero antes de dar el cuarto paso, un terrible golpe le hizo perder el conocimiento.  Lo recobró recién tres días más tarde, en una sala de primeros auxilios de la Boca.  Y allí se enteró de la tremenda magnitud de la tragedia. Sus cuatro hermanos habían muerto. Sólo pudieron rescatar el cadáver de dos. Lo que creyeron sería la boya que indicaba la chata hundida era una luz de un barco inglés que había demorado su entrada a puerto, debido a la intensa niebla.
Si sólo se hubieran desviado dos metros no hubiese  sucedido nada, puesto que la “Carolina” ya había pasado su proa limpiamente enfrente de la del barco inglés. Pero la débil embarcación embistió al carguero justo con su parte media. La dura proa de acero había partido en dos a la barcaza de madera. Juan salvó su vida al golpear con la cadena del barco inglés y quedar instintivamente abrazado a ella. Cuando los ingleses hubieron colocado sus reflectores segundos después, pudieron rescatarlo.
Juan Trignant había perdido a sus hermanos y su lancha. Todo lo que más quería se lo había tragado el río.  Con los últimos pesos que le quedaban, hizo reflotar los restos de la “Carolina” transportarlos hasta un brazo del Riachuelo.
      Han transcurrido veinte años desde aquella noche neblinosa del mes de agosto. Pero Juan Trignant sigue en perpetuo velatorio de los restos de la “Carolina”, en donde navegan sus jóvenes hermanos.  Con las ropas rotosas y su gorra grasienta cubriéndole los cabellos claros, pasa los días sentado en la ribera. Los vecinos le han apodado el “Capitán Linyera”. Todos lo conocen, pero muy pocos saben su historia. A él nada le importa de la comprensión de las gentes, porque, capitán en su “Carolina” sigue navegando con las cuatro ánimas por todos los mares del espacio.