El buda

Grabado / Audé Gutiérrez
          Antes de salir del cuarto, acomodó bien su ropa en las perchas. Se llenó los bolsillos con cigarrillos y fósforos y se metió dentro del impermeable negro.  Buscó el sombrero más viejo y arrollando unos billetes bajó la escalera, que una vez más le contaba, chirriando, de su reumatismo en días tan húmedos.
        
         Era su última tarde en Buenos Aires.  Y era justamente un día como le gustaba a él. Mucha lluvia y frío agudo.  Caminó feliz por las calles lustrosas, esquivando las puntas de los paraguas que ensayaban puntería en sus ojos. Se metió en varias librerías, revolviendo los libros expuestos en las mesas. Leyendo un poquito de cada uno. Por fin compró una edición en pequeño formato de cuentos de Monteiro Lobato y se la metió en uno de los amplios bolsillos del impermeable.  A ella le gustaban tanto los cuentos infantiles…

         Una vez, antes de que cayese enferma, le había prometido regalarle aquél volumen, pero el destino no le dejó cumplir su promesa. Ahora lo haría.

         Cuando salió nuevamente a la calle, la lluvia se había convertido en llovizna que el viento helado le metió por el cuello flojo de la camisa.

         Siguió su camino sonriendo, encogido por el frío, con las manos en los bolsillos. El ala del sombrero lanzaba como por una canaleta, un chorrito de agua clara sobre su nariz.
         Su último día en Buenos Aires.  Y después a reunirse con su querida esposa. Con la pequeña adorada, que desde hacía meses no cesaba de reclamarle su libro de cuentos y el Buda panzón que había visto en un negocio de la calle Libertad.

         Justamente ahora estaba cerca de ella.

         Las vidrieras de los negocios comenzaban a iluminarse, reflejando en la acera un millón de florecillas multicolores que se subían a los zapatos de los transeúntes, cuando, distraídos, las iban a pisar.

         Dobló por la calle Libertad. Cuántas veces la había recorrido con ella, cuando andaban a la pesca de cositas raras para adornar la pieza. Cosas que nunca compraban, pero que ella gozaba tanto en anotar. Y sobre todo, aquel Buda desvergonzadamente panzón, con su ombligo agujereado, sonriendo picarescamente.

¿Estaría allí todavía? ¿Y en cuál negocio era que lo vendían?  Porque le parecían todos iguales. Una sola puerta. Una sola vidriera; y un solo judío narigón espiando detrás de los cristales.

         La llovizna seguía volando velozmente por las calles.  Pero, eso no pareció molestarlo en lo más mínimo para su detenida observación de las vidrieras.  En todas lo mismo. Cámaras fotográficas, guitarras, acordeones a piano, máquinas de escribir e infinidad de objetos que parecían cansados, recostándose sobre un fondo color sucio de trajes y vestidos de segunda mano.

Había de todo. Pero el Buda no aparecía, quizá lo habían comprado. ¡qué lástima! Le  hubiera  gustado tanto regalarle eso también.

Cuando terminó de recorrer los negocios de esa vereda, cruzó e inició su inspección por la otra, sin esperanza.  Pero sí. Allí estaba. Asomando su cabeza por entre unas boleadoras y un violín seguía sonriendo el Buda.

         El corazón le latió con fuerza. Se alegró como si hubiera reconocido en la sonrisa de cerámica, la de un amigo de la infancia.  El judío le abrió la puerta del negocio, ni bien hizo un gesto para entrar.  Recordó las recomendaciones de ella y comenzó a regatear el precio.  Pero al fin, el Buda panzón, antiguo, inquilino de la vidriera, pasó al bolsillo del impermeable, junto al libro de Monteiro Lobato.
        
         Cuando volvió a la calle, ya estaba completamente satisfecho. Y decidió emplear en el regreso, los últimos minutos de su último día en Buenos Aires.

         El bolsillo, abultado enormemente, se movía sobre la pierna al caminar.  Seguían la llovizna y el viento. Continuaba el frío penetrante.  Y ya la noche había vestido completamente de negro a las viajeras nubes grises apuradas.  Seguía caminando ligero, escondiendo una mano al frío, mientras la otra se veía desalojada por Monteiro Lobato y el ridículo Buda.  Estaba cercana la hora del encuentro.

         Ya había llegado el momento de irse de Buenos Aires. Gozó profundamente de los últimos instantes de frío y llovizna.  De viento y noche de invierno.  Y se tiró al río.